Leí un artículo, en una de esas revistas de relleno en los
hoteles, a un periodista para mí absolutamente desconocido que se llama Javier
Marrodán y me gustó la entrada porque citaba a Victor Hugo y su grandísima obra
Los Miserables. En uno de los capítulos Victor Hugo decía que hay dos tipos de
historiadores: están los que se ocupan sólo y exclusivamente de los sucesos y
están los que se sumergen, los que descienden al fondo de la realidad.
Los primeros estarían en palabras del literato “en la
superficie de la civilización”, o sea, cuentas y cuentos de monarquías, sus
leyes de sucesión, sus descendientes, los grandes hombres de la política y sus
dimes y diretes. Algo así como una síntesis de toda la prensa rosa y los
mediáticos más amarillos de nuestra
época aliñados con los números macroeconómicos felices de nuestro gobierno
además de los grandes titulares estratégicos de los más poderosos del mundo
sobre la guerra o la economía.
Los segundos hablan y escriben sobre “el pueblo que trabaja,
que padece, que espera y desespera, las mujeres oprimidas, los niños que
agonizan, las terribles ferocidades oscuras, sórdidas, las evoluciones secretas
de las almas, los estremecimientos indistintos de la multitud, los pobres que
mueren de hambre, los desheredados, los huérfanos, los desgraciados, los
infames”. Victor Hugo enfoca la injusticia y anima a luchar contra ella.
Hoy podemos señalar muchos frentes de la injusticia, de la
miseria, de la guerra, de la desigualdad y lamentablemente parece pillarnos
siempre más lejos de lo que realmente están, de lo que realmente son.
Necesitamos esos historiadores como los propuestos por Victor Hugo: “Nadie
puede ser un buen historiador de la vida patente, visible, alumbrada y pública
de los pueblos, si no es al mismo tiempo, y en cierta magnitud, historiador de
su vida profunda y oculta”.