En el Club de Lectura de la
biblioteca de mi barrio hemos leído “Doctor Pasavento” de Enrique Vila- Matas,
un libro sorprendente y cargado de referencias literarias, filosóficas,
artísticas, aunque algo complejo.
Se arranca con la idea de una intrigante
y curiosa paradoja: “ ¿Hacia dónde va la literatura? Va hacia sí misma, hacia
su esencia que es la desaparición, un viaje que es regreso a lo esencial”. No
es en vano que empiece con esta contundencia el ensayo de Vila-Matas pues corre
absolutamente paralelo a la vida de un autor real: Robert Walser que tenía la manía de querer desaparecer como autor, una especie de
deconstrucción del “yo” que sitúa a Montaigne en sus antípodas. Montaigne es el
constructor del “yo” como demuestran sus ensayos en los que el eje de la
experiencia es él mismo, el centro de su reflexión. Curiosamente, ése sujeto
moderno en relación con el mundo, nació en la habitación de una torre del original filósofo humanista.
Así pues trata este ensayo de los intentos de desaparición del autor,
el no darse a conocer, evitar su
presencia, su éxito, su creación, para quedarse a escribir sólo por pura
necesidad vital. Viene a cuento de este asunto del escribir, unas palabras de
José Ovejero que recojo resumo en lo esencial: “Escribir no es una manera de luchar
contra la desaparición, sino una herramienta para defender la importancia de lo
fugaz y conceder a cada experiencia un mínimo espacio para que genere un eco.
La escritura no como inmadura rebelión contra la muerte sino como afirmación
consciente de cada instante en el que nos sentimos vivos”. Tiene pues sentido
el escribir, aunque fuera para uno mismo. Tiene sentido más allá de aquella
utopía que citaba Barthes de un mundo exento de sentido.
No hay lugar para el vacío en esto de la literatura. Como
decía Muñoz Molina, la necesidad de escribir, del contar, forma parte de
nuestra naturaleza. Es una aspiración vana, contradictoria, la de escribir para
desaparecer, y lo es para el loco Robert Walser, maestro de la ausencia retirado
en el manicomio de Herisau, y lo es para el doctor Pasavento de Vila Matas que
mira siempre de reojo a ver si la realidad se acuerda de él, y si la realidad
no responde entonces responde la ficción, convirtiéndose él mismo en múltiples
personajes que como si fueran dictados de diversas almas le van ayudando a
vivir, le corrijen, porque desaparecer
como autor no implica ni mucho menos querer dejar de existir. Existir, esa
bella infelicidad del estar sólo, de envolverse en el silencio, de no temer la
locura, de sentirse libre infinitamente.
El doctor Pasavento no está loco de remate, es una
esquizofrenia controlada que nos hace descubrir lo difícil que es diferenciar
la línea de la genialidad de la línea de la locura, una frontera demasiado
difusa. Y se dicen cosas interesantes: “La literatura consiste en dar a la
trama de la vida una lógica que no tiene. A mí me parece que la vida no tiene
trama, se la ponemos nosotros, que inventamos la literatura” y reivindica lo
mismo que el Fausto de Goethe: "Devuélveme el impulso sin mesura, la dicha
dolorosa en lo profundo, la fuerza del odio y el poder del amor ¡¡ devuélveme
otra vez la juventud !!". Se dice que "los supuestos enloquecimientos de los
personajes como Hölderling, Nietzsche, Artaud o Robert Walser no eran tales,
sino más bien extravagantes discursos literarios que eligieron un modo de
comunicarse poco común, más lúcido probablemente".
Pero la insistencia de la desaparición se mantiene
constante pues Pasavento no quiere ser un héroe, no quiere ser ya lo que había
sido, no quiere el éxito, quiere odiar profundamente la grandeza, quiere
desembarazarse de esa puñetera obligación de ser alguien en la vida o de ese
“yo mismo” que nos atiborra de derechos y deberes. Esa duda del yo la manifiesta
Borges de otra manera: “La verdad es que morimos cada día y nacemos cada día.
Estamos continuamente muriendo y naciendo. Por eso el problema del tiempo toca
más que los otros problemas metafísicos. El del tiempo es nuestro problema.
¿Quién soy yo?¿Quién es cada uno de nosotros?”. Pasavento quiere en definitiva
ser un amante de escritores sin rostro equipados con la discreción de la
literatura y quiere, lo que quería Kafka, seguir existiendo sin ser molestado.
Choca, ese escribir para desaparecer, para ausentarse
incluso del pensamiento ("El que se empeña en no pensar hace algo
verdaderamente necesario" decía Walser) y choca mucho con el enfoque nietzscheano
de la unidad de la persona, de su sentido, que trasciende al individuo y en la
que se encuentra la razón de su humildad y de su solidaridad con el resto de
personas. Toda finalidad humana es búsqueda y trabajo, autolimitación,
reconocimiento del valor y de la dignidad de los demás. Sin un fin determinado,
sin un sentido, en que el hombre sintetice la multiplicidad de sus aspectos y
de sus relaciones con los demás y con el mundo, el individuo, el yo que defiende
Montaigne, cargado de una experiencia que se compara con otras experiencias, la
persona, en una palabra, sin ese fin no es más que un conjunto de genialidades
vacías. En ese relieve, en esa actitud es a donde a Montaigne le surge la
aceptación serena de la condición humana, tan alejada de la exaltación como del
desaliento.