El título de la entrada es también el título de un libro
de y sobre filosofía de una autora con la que coincidí haciendo la carrera:
Marina Garcés. Ella apuntaba, con cierta evidencia, las condiciones para ser
probablemente una filósofa. Yo no. Mi carácter diligente no dio para superar la
mediocridad.
Marina parafrasea en los inicios de su libro a Alexandre
Koyré (autor con un interesantísimo enfoque sobre la ciencia en Del Mundo cerrado al Universo infinito)
y dice que hemos pasado del universo infinito a un planeta agotado. Esta idea
de peligroso final expresa la preocupación de la que nadie puede desentenderse,
de la que nadie puede dejar de pensar. Y si de pensar se trata y además hacerlo
de forma comprometida, no es prudente dejar de lado a la filosofía que es capaz
de pensar sobre las consecuencias de la autodestrucción que impulsa un ser, un
sujeto, difícilmente descriptible y abarcable como es el hombre.
El tema es importante, ya lo creo, pero más nos sirve
ahora para el papel que juega la filosofía en la reflexión de ese problema y
tantos otros dado que la filosofía es ese instrumento inestable de reflexión,
es ésa manía que tienen algunos pero
que en el fondo nos afecta a todos. El debate sobre esta manía que representa la filosofía no es sobre su utilidad o
inutilidad sino sobre su carácter estrictamente necesario.
No presentamos a la Filosofía como aquella lúcida
reflexión de hombres contemplativos con la barriga saciada, sino que la presentamos como una respuesta a un
vacío existencial que todos compartimos: el de no poder colmar de sentido y
orientación la existencia humana.
Buscamos como maniáticos una verdad que nos oriente la
vida y acudimos a un saber que sea capaz de ofrecérnosla para un mejor vivir.
El problema aparece en ese desajuste entre lo que “es” la vida y lo que “debe
ser” la vida, entre lo que hay en la realidad y lo que deberíamos hacer para
cambiarla, entre lo que sabemos y lo que intuimos saber sin llegar nunca a
saberlo del todo. Estos desajustes, estas distancias son las que recorre a toda
velocidad un pensamiento sin límites, infinito, en el cubículo de un ser finito,
o sea, nosotros. Este veloz recorrido del pensamiento no se conforma fácilmente
a no ser que encuentre algo parecido a lo que llamamos verdad. Esta inevitable
tendencia nos sitúa ante la necesidad de la filosofía porque la pregunta, ya lo
habíamos apuntado, no es si se puede hacer o no filosofía, sino si se puede
dejar de hacerla, si es posible no hacer filosofía, esa forma de compromiso
para tratar y entender el mundo (objetivo que algunas políticas parece que
quieren evitar).
Sabemos que también la religión, o incluso el arte,
pueden ser maneras de dar sentido a la existencia y vaya si se consigue cuando
lo que se nos regala es la trascendencia desde este mundo de lágrimas a uno
mejor y definitivo, pero lo específico de la filosofía, cuando enfoca esa
pretensión de dar sentido a la existencia humana, es la capacidad que tiene
para ir desde la singularidad de una voz, de un pensamiento, a encontrar el
lugar de la razón común. En la religión, más allá de la singularización de una
idea, de un pensamiento, de un escrito, hay siempre un último garante, una
razón mucho más alta y extraña que la nuestra, es decir, la instancia divina.
La filosofía intenta universalizar su discurso, intenta
un lugar común con cualquiera, con todos, ofreciéndolo y exponiéndolo generosamente.
Es una labor siempre inacabada por nuestra condición de finitud. Aprender a
vivir y a pensar siendo conscientes de esa condición es el reto. Entre las
preguntas y las respuestas la filosofía nos ofrece las condiciones de
posibilidad sobre esa ansiada búsqueda de sentido. Ese desafío es el que asume
Marina Garcés y que comparte con nosotros en su libro: aprender a pensar y
vivir la finitud humana desde la amenaza que supone un mal final si no
espabilamos.