Vuelvo al pueblo y por donde quiera que pase tengo la
sensación de llegar tarde. Tarde para ocupar de nuevo la casa donde nací; tarde
para recuperar noches de estrellas testigos de amores juveniles; tarde para
reencontrar amistades que se han despedido para siempre; tarde para recuperar
las intensas fragancias de mi niñez; tarde para encontrar los perfiles
nocturnos del secreto y el deseo; tarde para para encontrar mi reflejo en la
fuente pequeña, plagada de asustadizos cangrejos; tarde para oír el resoplar de
los caballos bebiendo aguas cristalinas y, por supuesto, tarde para olvidar
algunas amarguras. Pasa ante mí, en esta calurosa tarde de agosto, ese río de
Heráclito que ya nunca es el mismo.
Pero me reconforta levantar la cabeza y contemplar esos
campos infinitos, esas ondulaciones que enseñan una Naturaleza amansada,
obediente: la que nos da las cosechas. Siguen los girasoles su luz y veo cepas
centenarias, generosas, que nos entregarán el vino que mimamos y ofrecemos con
liturgia al fresco de las bodegas, verdaderos úteros entrañables de la madre
tierra. Me reconfortan esos peinados surcos del arado que bajo una mirada a
todo lo largo parecen incrustarse en el mismo cielo.
Piso tierra de leyendas, relatos, romances (“Amor mío si te
vas no bebas agua del Duero…”) mitos, cuentos al borde de la cama que atizan
los sentimientos entre el miedo y la alegría, pues acaban todos bien,
restituyendo injusticias, salvando a niños y animales de la presencia del mal,
del lobo.
Todo me rebela, casi sin darme cuenta, que no he aniquilado
la memoria, que se alarga como estas sombras del atardecer para que nada quede
en el olvido.