Vecinos y vecinas con los que cruzas un obligado saludo,
olvidados sus nombres, tienen sus rostros un espacio en la memoria y amplían el
sentir de tus recuerdos. Ves a la familia y notas instintivamente que los
quieres más, que los quieres más que la última vez que nos vimos, porque hemos
tenido que abrir sin querer los brazos a algunas desgracias y crees sufrir la
distancia que te separa durante el año como si fuera el castigo de un Dios
indolente.
He salido algunas mañanas con mi nieta a cuestas a buscar el
pan y a toparnos con una frescura vivificadora. Esa luz clamorosa y esa sombra
protectora de un sol en alza, advirtiendo ya de lo que va a ser capaz de hacer
el resto del día, es para defenderse. Y abuelo y nieta se defienden, como
siempre, con un nudo de abrazo.
Pienso en las prudencias necesarias a las que nos obliga la
enfermedad de mi chiquitina y esa luz, y esa sombra, y ese aire me dejan abandonarlas en el olvido. Ella, en mis brazos, balbuceante todo el camino, parecía
contarme lo contento que yo estaba y lo contenta que ella iba. Me cruzaba la
mirada, inclinada su cara frente a la mía, para hacer guiños, muecas, “torete”
de ceño fruncido, y labios, y nariz, y monerías que regalan orgullo a su abuelo
y desencadenan sonrisas complacidas.
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