Fotocomedor

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jueves, 20 de noviembre de 2014

La fiesta de la insignificancia

He sentido una extraña sensación de escepticismo de Milan Kundera tratando  las falacias del poder, el erotismo, la cultura, pinceladas que se tocan en esta novela posiblemente con la carga de la edad del autor. He notado un punto de vacío como cuando uno se despide y no sabe con qué quedarse. En esta novela hay referencias a sus otros libros y esos guiños a más de uno se nos escapan. He elegido esta tragicomedia (sentimiento que no se abandona casi nunca en la lectura) que describe una paradoja original.


—Pero ¿quién era Kalinin? —preguntó Calibán.
—Un hombre —continuó Charles— sin po­der real alguno, un pobre e inocente pelele, quien, sin embargo, fue durante mucho tiempo presiden­te del soviet supremo, o sea, desde el punto de vista del protocolo, el más alto representante del Estado. Vi una vez una foto suya: un viejo mili­tante obrero con una barbita puntiaguda, enfun­dado en una chaqueta mal tallada. Ya por enton­ces Kalinin era viejo, y su próstata hinchada le obligaba a mear con frecuencia. La pulsión urinaria era siempre tan fuerte y repentina que le obligaba a correr hasta el primer urinario que en­contrara, aunque estuviera en un almuerzo oficial o en pleno discurso ante una numerosa audien­cia. Había adquirido ya una gran destreza. Todo el mundo en Rusia recuerda aún hoy una gran fiesta que tuvo lugar durante la inauguración de un nuevo teatro de ópera en una ciudad de Ucra­nia durante la que Kalinin pronunció un larguí­simo discurso solemne. Se veía obligado a in­terrumpirlo cada dos por tres y, cada vez que se alejaba del atril, la orquesta empezaba a tocar música folclórica y unas bellas y rubias bailari­nas ucranianas saltaban al escenario y se ponían a bailar. Al regresar al estrado, Kalinin siempre era recibido con grandes aplausos; cuando volvía a abandonarlo, los aplausos redoblaban su fuerza para saludar el regreso de las rubias bailarinas; y, a medida que se aceleraba la frecuencia de sus idas y venidas, más largos, más fuertes y más cordiales eran los aplausos, de tal manera que la celebra­ción oficial se había convertido en un alegre, en­loquecido, orgiástico clamor como jamás había conocido el Estado soviético.
Pero, cuando Kalinin se encontraba en su re­ducido círculo de camaradas, a nadie se le ocurría aplaudir su orina. Stalin iba contando sus anécdotas, pero Kalinin era demasiado disciplinado para atreverse a molestarlo con sus idas y venidas al baño. Tanto más cuanto que Stalin, mientras hablaba, lo clavaba con la mirada al tiempo que él iba palideciendo hasta terminar en una mueca. Eso animaba a Stalin a alargar aún más la narra­ción, a añadirle descripciones y digresiones, y a postergar el desenlace hasta que, de repente, la cara tensa frente a él se relajaba, la mueca desa­parecía, se le distendía la expresión y una aureola de paz rodeaba su cabeza; sólo entonces, cuando sabía que Kalinin había perdido una vez más su gran batalla, Stalin pasaba rápido al desenlace, se levantaba de la mesa y con una sonrisa amisto­sa y alegre, ponía fin a la sesión. Todos los de­más también se levantaban y miraban con mali­cia a su compañero, que se colocaba detrás de la mesa, o detrás de una silla, para ocultar su pan­talón mojado.
A los amigos de Charles les encantaba imagi­nar esa escena. Sólo después de una pausa, Calibán se animó a interrumpir aquel animado silencio:
—En todo caso, eso no explica en absoluto por qué Stalin dio el nombre del pobre prostático a la ciudad alemana donde vivió toda su vida el célebre... el célebre...
—Immanuel Kant —apuntó Alain.
Cuando, al cabo de una semana, Alain volvió a ver a sus amigos en un bistró (o en casa de Charles, ya no me acuerdo), enseguida interrum­pió su conversación:
—Quiero deciros que, para mí, es absoluta­mente admisible que Stalin diera el nombre de Kalinin a la célebre ciudad de Kant. Ignoro qué explicaciones habréis podido encontrar a este asun­to, pero yo sólo le veo una: Stalin debía de sentir por Kalinin una ternura excepcional.
La sorpresa jovial que descubrió en la cara de sus amigos no sólo le encantó sino que incluso le inspiró.
—Sí, ya sé, ya sé... La palabra ternura no le pega demasiado a la reputación de Stalin, el Lu­cifer del siglo, ya lo sé, su vida estuvo repleta de conspiraciones, traiciones, guerras, encarcelamien­tos, asesinatos, masacres. No lo pongo en duda, muy al contrario, quiero incluso recalcarlo para que aflore con mayor claridad que, frente al in­menso fardo de crueldades con las que él debía cargar y vivir, era imposible que dispusiera de un bagaje igualmente inmenso de compasión. ¡Se habría superado cualquier capacidad humana! Para vivir su vida tal como era, no podía sino anestesiar y luego olvidar del todo su facultad de apiadarse. Pero, ante Kalinin, en las pequeñas pausas lejos de las masacres, en sus dulces momentos de un descanso parlanchín, todo cambiaba: se enfrentaba a un dolor totalmente distinto, un peque­ño dolor, un dolor concreto, individual, compren­sible. Miraba a su compañero que sufría y, con una suave extrañeza, sentía despertar en él un dé­bil, modesto sentimiento casi desconocido, en todo caso olvidado: el afecto por un hombre que sufre. En su vida feroz, ese momento era como un descanso. La ternura aumentaba en el cora­zón de Stalin al mismo ritmo que la presión de la orina en la vejiga de Kalinin. Redescubrir un sentimiento que había dejado de sentir desde ha­cía mucho tiempo era para él de una inexpresable belleza.


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