He sentido una
extraña sensación de escepticismo de Milan Kundera tratando las falacias del poder, el erotismo, la
cultura, pinceladas que se tocan en esta novela posiblemente con la carga de la
edad del autor. He notado un punto de vacío como cuando uno se despide y no
sabe con qué quedarse. En esta novela hay referencias a sus otros libros y esos
guiños a más de uno se nos escapan. He elegido esta tragicomedia (sentimiento
que no se abandona casi nunca en la lectura) que describe una paradoja
original.
—Pero ¿quién era Kalinin? —preguntó Calibán.
—Un hombre —continuó Charles— sin poder real alguno, un
pobre e inocente pelele, quien, sin embargo, fue durante mucho tiempo presidente
del soviet supremo, o sea, desde el punto de vista del protocolo, el más alto
representante del Estado. Vi una vez una foto suya: un viejo militante obrero
con una barbita puntiaguda, enfundado en una chaqueta mal tallada. Ya por
entonces Kalinin era viejo, y su próstata hinchada le obligaba a mear con
frecuencia. La pulsión urinaria era siempre tan fuerte y repentina que le
obligaba a correr hasta el primer urinario que encontrara, aunque estuviera en
un almuerzo oficial o en pleno discurso ante una numerosa audiencia. Había adquirido
ya una gran destreza. Todo el mundo en Rusia recuerda aún hoy una gran fiesta
que tuvo lugar durante la inauguración de un nuevo teatro de ópera en una
ciudad de Ucrania durante la que Kalinin pronunció un larguísimo discurso
solemne. Se veía obligado a interrumpirlo cada dos por tres y, cada vez que se
alejaba del atril, la orquesta empezaba a tocar música folclórica y unas bellas
y rubias bailarinas ucranianas saltaban al escenario y se ponían a bailar. Al
regresar al estrado, Kalinin siempre era recibido con grandes aplausos; cuando
volvía a abandonarlo, los aplausos redoblaban su fuerza para saludar el regreso
de las rubias bailarinas; y, a medida que se aceleraba la frecuencia de sus
idas y venidas, más largos, más fuertes y más cordiales eran los aplausos, de
tal manera que la celebración oficial se había convertido en un alegre, enloquecido,
orgiástico clamor como jamás había conocido el Estado soviético.
Pero, cuando Kalinin se encontraba en su reducido
círculo de camaradas, a nadie se le ocurría aplaudir su orina. Stalin iba
contando sus anécdotas, pero Kalinin era demasiado disciplinado para atreverse
a molestarlo con sus idas y venidas al baño. Tanto más cuanto que Stalin,
mientras hablaba, lo clavaba con la mirada al tiempo que él iba palideciendo
hasta terminar en una mueca. Eso animaba a Stalin a alargar aún más la narración,
a añadirle descripciones y digresiones, y a postergar el desenlace hasta que,
de repente, la cara tensa frente a él se relajaba, la mueca desaparecía, se le
distendía la expresión y una aureola de paz rodeaba su cabeza; sólo entonces,
cuando sabía que Kalinin había perdido una vez más su gran batalla, Stalin
pasaba rápido al desenlace, se levantaba de la mesa y con una sonrisa amistosa
y alegre, ponía fin a la sesión. Todos los demás también se levantaban y
miraban con malicia a su compañero, que se colocaba detrás de la mesa, o
detrás de una silla, para ocultar su pantalón mojado.
A los amigos de Charles les encantaba imaginar esa
escena. Sólo después de una pausa, Calibán se animó a interrumpir aquel animado
silencio:
—En todo caso, eso no explica en absoluto por qué Stalin
dio el nombre del pobre prostático a la ciudad alemana donde vivió toda su vida
el célebre... el célebre...
—Immanuel Kant —apuntó Alain.
Cuando, al cabo de una semana, Alain volvió a ver a sus
amigos en un bistró (o en casa de Charles, ya no me acuerdo), enseguida
interrumpió su conversación:
—Quiero deciros que, para mí, es absolutamente admisible
que Stalin diera el nombre de Kalinin a la célebre ciudad de Kant. Ignoro qué
explicaciones habréis podido encontrar a este asunto, pero yo sólo le veo una:
Stalin debía de sentir por Kalinin una ternura excepcional.
La sorpresa jovial que descubrió en la cara de sus amigos
no sólo le encantó sino que incluso le inspiró.
—Sí, ya sé, ya sé... La palabra ternura no le pega
demasiado a la reputación de Stalin, el Lucifer del siglo, ya lo sé, su vida
estuvo repleta de conspiraciones, traiciones, guerras, encarcelamientos,
asesinatos, masacres. No lo pongo en duda, muy al contrario, quiero incluso
recalcarlo para que aflore con mayor claridad que, frente al inmenso fardo de
crueldades con las que él debía cargar y vivir, era imposible que dispusiera de
un bagaje igualmente inmenso de compasión. ¡Se habría superado cualquier
capacidad humana! Para vivir su vida tal como era, no podía sino anestesiar y
luego olvidar del todo su facultad de apiadarse. Pero, ante Kalinin, en las
pequeñas pausas lejos de las masacres, en sus dulces momentos de un descanso
parlanchín, todo cambiaba: se enfrentaba a un dolor totalmente distinto, un
pequeño dolor, un dolor concreto, individual, comprensible. Miraba a su
compañero que sufría y, con una suave extrañeza, sentía despertar en él un débil,
modesto sentimiento casi desconocido, en todo caso olvidado: el afecto por un
hombre que sufre. En su vida feroz, ese momento era como un descanso. La
ternura aumentaba en el corazón de Stalin al mismo ritmo que la presión de la
orina en la vejiga de Kalinin. Redescubrir un sentimiento que había dejado de
sentir desde hacía mucho tiempo era para él de una inexpresable belleza.
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