Se
pregunta Muñoz Molina en su blog: ¿Hay alguna historia que no cuente un viaje,
o que no lo incluya? Y es cierto, el viaje es el relato y por tanto es el
recuerdo y la recreación. Me ha hecho recordar algunos memorables. Yo no tengo
muchos viajes que hayan tenido el relieve suficiente para provocar un cambio
fundamental en la manera de ver la vida, por ejemplo, o que hayan influido en
un cambio fundamental de mi carácter. He tenido pequeñas sumas de impresiones, de
sensaciones, de convivencias, que te ensanchan la mirada para las costumbres, para
saber de ti, para saber de los demás, para la cultura. De esas impresiones
alguna he ido reflejando en notas o relatos, como éste de hace ya algún tiempo
sobre una visita entrañable a un pueblo de Cataluña que se llama Olérdola, a quien hablo.
Todavía me acuerdo de aquella tarde.
Un contorno
de luz rodea tu figura. El sol de final de invierno le pone no obstante a tu
imagen una cálida despedida, alejándote, con las primeras sombras del
atardecer, de nosotros y del día. De nuevo la noche será tu refugio.
Te descubrí
de casualidad, sin quererlo. Los caminos de nuestra Cataluña revelan siempre
nuevos encuentros, o tal vez es nuestra mirada la que descubre y es entonces
cuando nos sorprendemos. Ver y mirar no ha sido lo mismo esta tarde.
En ti he visto, en ese sentido de ver que nos
acerca más al conocimiento, el arte rudimentario de tus casas, tus utensilios,
la representación de tus dioses y tus mitos. Por ese sentido de ver descubro la hermosísima faceta humana de crear
belleza; he sentido emociones, algunas confusas, otras clarísimas cuando la
simple disposición de tus aljibes nos habla de tu inteligencia; he visto tus
arterias de agua ganando espacio en las entrañas de la dura roca, arterias de
vida que han recogido el llanto de mil lluvias para guardarla como tesoro de
supervivencia, porque en ese montículo alzado en el valle por la naturaleza,
debías sentirte segura. Segura y vigilante, precavida.
Por ese
sentido de ver , en esos huecos donde has enterrado trocitos de tu alma,
siempre diferente, siempre la misma, me has acercado a esa sensación universal
de nuestra pequeñez ante la muerte.
El arte
desparramado por tus calles que hoy es materia de sueños y de recuerdos, ha
sido ofrecido a Dios, pero ha satisfecho
mucho más al hombre como si en ello hubiera una conciencia de herencia,
de historia. Tu alma, tus habitantes, han conseguido con su arte dar ese
algo más
a la existencia que nos dignifica.
¿Y tu
muralla? Ahora íbera, ahora romana, ahora medieval, seguro que ha recibido mil
primaveras que han hecho crecer a tus pies hierbas y amapolas para vestirte de
fiesta. Esa muralla ha sido testigo de los secretos de amantes y de guerreros,
los más intensos.
Se hace
fácil contar, describir, mencionar, pero difícil expresar, lo vivido en la mayor parte de los rincones
de nuestra historia. Ciudades muertas con toda la simbología y las huellas de
lo que han vivido.
La penumbra de oro de esta tarde de invierno será la única
luz que nos acompañará hasta que desaparezcas definitivamente en la sombra.
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