Leyendo como siempre cosas a
salto de mata, deduzco de la lectura de los “Ensayos” de Montaigne (un clásico
al que ya he citado alguna vez en estas entradas) que casi nunca estamos
concentrados en nosotros mismos. Montaigne ha sido un gran observador de las
pasiones humanas siendo él mismo objeto de su análisis, de su conciencia, en un
deseo constante de intentar responder a la pregunta de qué sé yo de mí mismo.
Es fácil entenderle porque evidentemente participa como cualquier otro ser
humano de las vicisitudes sentimentales que nos cruzan cada día y también
algunas noches probablemente.
No estar concentrados en nosotros
mismos viene a significar que estamos concentrados en otra cosa. Estamos
concentrados en el miedo, o en el deseo, o bien en la esperanza de aquello que
está por venir, lo cual nos aleja de considerar en justicia lo que estamos
viviendo al momento. Perdemos el tiempo en reflexiones sobre lo que acontecerá,
sin ninguna prueba o evidencia que lo avale, e incluso nos perdemos sobre
disquisiciones sobre nuestra propia muerte. Decía Séneca que el “espíritu a
quien lo porvenir preocupa es siempre desdichado”. Se entiende que preocuparse
por el futuro es prudente pero preocuparse constantemente por él, por su
tiranía, rompe nuestro equilibrio emocional. Por eso Epicuro dispensaba a sus
discípulos de la previsión y preocupación por el porvenir.
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