Fotocomedor

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jueves, 24 de septiembre de 2015

Don Quijote en verano.

Empecé el Quijote con una sorpresa pues se dirigía a mí desde la primera línea: “desocupado lector: sin juramento me podrías creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más directo que pudiera imaginarse”.¿Cómo lo sabía, cómo puede dar por supuesto que ponerse a leer el Quijote es por estar desocupado?¿Cómo sabía de mi desocupación, de mi relajado verano de nietos y fotografía, de mi mar de tarde arrullando el ritmo de la lectura sólo roto a momentos por los cambios posturales en la arena?.
He leído El Quijote sin apuestas previas, sin prejuicios, sin compromiso con nadie, ni siquiera conmigo, acompañado de una libreta y un bolígrafo como quien lleva una caña de pescar a la orilla para ver si cae algo. Y resulta que lo que caía era desbordante porque no era posible un apunte sino cientos. Con la idea de anotar lo importante, resultó que el placer de reír, a veces a carcajada, superó las ganas de subrayar nada, so pena de subrayarlo todo. ¿Cómo se puede anotar una risa? De qué te ríes si están leyendo El Quijote?. Pues por eso, porque lo estaba leyendo. El Quijote es de esos libros que de pequeño uno ha de trastear hasta romperlo, porque llama la atención, porque sirve para hacer casitas, porque es un arma arrojadiza, etc. De joven puede servir para hacer el fantasma con gafas intelectuales. De mayor es un disfrute interminable. Paladear el idioma, reír, llorar, zarandear la ternura, traspasar la inteligencia, revelar la ironía, entender la honradez, la amistad, el amor.

¿Debo decir que me lo he pasado genial? Por si acaso: me lo he pasado en grande!. Me he vuelto durante bastantes días tan loco por Don Quijote como loco éste por sus libros de caballerías. Como decía Muñoz Molina, cada uno elige su Edén en verano y Don Quijote ha sido el mío (con permiso de mi pueblo).
Y es que El Quijote es relato de una aventura detrás de otra sobre el hilo constante de una historia de amor, tan perfecta que sólo Platón la entendería. Es una novela con dos personajes que intercambian sensibilidades, reconocimiento mutuo a veces a su pesar. Se reconocen entre ellos la majadería pero a la vez les salva cuando viene acompañada por la entrega y la generosidad sin límites. Tienes la convicción que haga lo que haga cada uno de ellos, el otro lo comprenderá, lo asumirá, lo defenderá. Dice Sancho Panza de su amo, ante otro escudero que tacha a su señor de bellaco lo que sigue: "Digo que no tiene nada de bellaco, antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie sino bien a todos, no tiene malicia alguna, un niño le hará entender que es de noche en mitad del dia, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga". La crítica de uno al otro y del otro al uno se hace y se excusa ante terceros porque las apariencias sociales lo exigen y se deben respetar.
El Quijote es un repaso a la sabiduría transversal, la de los amos, la de los escuderos, la de los sirvientes, los licenciados, los pastores, los enamorados, los lerdos,,,,,,cada uno en su trocito, la suma de una sabiduría inabarcable.
No se trata aquí a la locura como el desorden sin sentido de nuestra alma, al contrario, es una locura con la fuerza de la retórica que pretende un arreglo de los entuertos, de los acontecimientos no ajustados a la idea de justicia, de la denuncia de los desarreglos en la ética :“Mira Sancho, donde quiera que esté la virtud en eminente grado, es perseguida”. Pretende esta locura liberarnos de todo lo que rodea al mal, un mal representado siempre por las fuerzas más allá de lo humano, de ahí nuestra inocencia, porque el mal con origen en lo humano es modificable con la enorme fuerza de la palabra. Es por tanto una idea de esperanza y de consuelo. En los encantamientos que repetidas veces sufre Don Quijote, es donde se produce la rotura de la razón, la rotura de lo conocido, el acceso de lo incomprensible y contra esa fuerzas no duda en utilizar la palabra y los mandobles, aunque le vaya la vida en ello. Se trata de cumplir con el deber hasta la extenuación.
Qué esfuerzos hacen los demás para tratar de arrancar un convencimiento tan fiel a las ideas y valores de los caballeros andantes: “Para mí que este gentilhombre debe tener vacíos los aposentos de la cabeza”. Qué esfuerzos para enfrentarlo a la machacona realidad de las cosas, como si les fuera en ello el conjuro al miedo ancestral de la incertidumbre, pero Don Quijote responde: "Así que casi me es forzoso seguir el camino de Marte (las armas) y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo y será en balde persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren. la fortuna ordena y la razón pide y, sobre todo, mi voluntad desea". 
La locura nos acerca a los abismos de lo que somos y del cómo somos y tiene un atrevimiento extraordinario para hacernos sentir el vértigo: “Dios te tenga en su mano Don Quijote, que me parece que te despeñas desde las altas cumbres de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad”.
La aceptación de la razón en el lecho de muerte, en su réquiem musical orquestando él mismo su final, encontramos un reconfortante suspiro de salvación. Ya somos normales. Ya somos el sentido común de Sancho con el resquicio de sacar de esto lo que podamos. Hemos quedado el paseo por la locura en una aventura, sólo una grandiosa aventura.
He leído el Quijote y tengo la sensación de no poder decir que efectivamente lo he leído. Repaso notas y vuelvo sobre el texto y me doy cuenta de todo lo que me había dejado a un lado, ora una palabra, ora una expresión, ora un rebuzno iletrado, ora un rebuzno letrado, ora una trascendencia que no refutara el mismo filósofo Aristóteles si resucitara para ello.

No quiero decir más que he leído el Quijote, quiero decir siempre que lo sigo leyendo.

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