Llevo algunos días ensimismado
clasificando fotos y casi siempre lo hago con un sentimiento de recogimiento
sobre mí mismo. No dejo libre la nostalgia, la saudade que dicen los portugueses en su diccionario que es “un
finísimo sentimiento del bien ausente, con deseo de poseerlo”. Es una tristeza
por tanto que viene provocada por el recuerdo y en la que sientes que salvando
el tiempo, la distancia temporal, podría aliviarse esa tristeza y hacerte
feliz. Es un terrible engaño. Es un imposible y además no es necesario.
Las fotos vistas, portadoras de
emociones tanto por el momento como por el contexto en que se dieron forman
parte de nosotros mismos. Forman parte, directa o indirectamente de la
construcción del “yo” que uno es capaz de reconocer a la vez que forman parte
de una idealización de aquello que se contempla. Eso está bien, nos da cierto
equilibrio. Es posible que seamos lo que somos gracias a nuestros recuerdos. Para
nada implica esto un desconsuelo por cualquier tiempo pasado. Superado el dolor
por lo que hemos querido, viene a ser sustituido por lo nuevo: por las risas de
los niños, por las mil formas en las que salen en las fotografías. El repaso de
las imágenes desemboca en una especie de suspiro, que no es resignación, sino
comprensión y aceptación de cómo evolucionan las cosas.
Me gusta pues perderme en el barullo
de fotografías de mi familia y amigos, me gusta respetar los originales pero
también me gusta experimentar con la
recuperación de la fotografía a modo de reconstrucción y de interpretación. Ni qué decir tiene la labor de identificación. Por algún motivo, las cajas y álbumes de mi familia se han ido mezclando con el tiempo así que es imposible a veces tener certeza de los orígenes.Es
un verdadero recreo y reto a recuperar ejemplares como estos:
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