Giró la cabeza tras oír un ligero ruido y reconoció de
inmediato la figura entrañable que le estaba mirando, una mirada que sin
palabras lo decía todo. Pronunció su nombre, pero no hacía falta. Sentir que
esa figura era su salvación cotidiana, que esa figura lo abarca para sentirse seguro, para conjurar todos los
miedos del mundo, para sentirse contento, para llevar a esa figura de un lado
para otro; para decirle ven que te necesito, ahora en mil juegos inventados, ahora para revolcarse,
ahora para quitar y poner trastos, ahora para comer.
Esa figura que ahora le provoca un salto de alegría, que le
empuja a salir corriendo hasta el desequilibrio, que salva obstáculos, que
sortea a sus colegas como puede, que desoye las órdenes de la autoridad que
sólo le recuerda que le falta todavía por poner una camiseta de manga larga.
Fijo en la determinación, en la carrera que le haga llegar cuanto antes a quien
ha visto, va sonriendo con la cara especial, única, los brazos abiertos y el
grito personal todavía sin lenguaje hasta llegar a esos otros brazos abiertos,
agachados por un cuerpo ya de rodillas que lo espera con la ternura
desbocada. El abuelo ha abierto la puerta de su clase en la guardería y viene a
regalarle la libertad, el juego, la fusión del abrazo y el ritual de la marcha
a casa mientras hacen como si se
contaran todo lo que ha ocurrido en el día.
La felicidad tiene estos reflejos.
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