Hoy estoy roto en mil pedazos de
ternura. Esos pedazos los tengo repartidos para mis dos chiquitines que me
arrebatan el alma.
Dice Maria Moliner que la ternura
es “una actitud cariñosa y protectora hacia alguien” y que lo desencadena “una
cualidad de las cosas que emociona dulcemente”. Eso es saberlo, definirlo, pero
yo no lo sé, yo lo siento. Sentir a cuajo. De todas maneras aceptemos que es
una definición bastante expresiva y en ella intuyes blandura, esa blandura del
corazón que te dan instantes inesperados de tu vida. En un instante a veces te
lo juegas todo.
Hay algo presente y que me gusta
en la ternura al que hoy me aferro con todas las fuerzas: la capacidad de
combate para afrontar pruebas que la Naturaleza nos pone por delante. El objeto
del enternecimiento despierta el instinto de cuidar, de proteger, de acariciar,
de ensimismarse en la mirada que lo contempla. La ternura acoge, envuelve,
estrecha a lo pequeño y te hace sentir que retiras cualquier aspereza para
sustituirla por dulzura.
Leo una cita de Jose Antonio
Marina sobre Pessoa que dice que fue un invisible escritor que escribió: “Si
escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir” y estoy de
acuerdo con él. Por eso la mirada sobre un niño, o una niña que duerme desboca
esta fiebre que tengo y que no olvidaré nunca.
Dejo que la ternura me esparrame
en mil pedazos. Sólo espero que no me destroce el corazón necesario para
aguantarla, sostenerla el tiempo que sea necesario.
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