Fotocomedor

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sábado, 10 de marzo de 2012

El mal


Doy la razón  a Jaume Cabre: cuando has degustado la belleza del arte, la vida cambia; cuando has oído cantar o vivido en directo la música que más te gusta, la vida cambia; cuando has leído “Memorias de Adriano” o “La noche de los tiempos”, y son sólo un ejemplo, la vida cambia; cuando has tenido a tus padres con Alzheimer, la vida cambia; cuando tienes un nieto, la vida cambia; cuando has tenido a tu mujer, la compañera de tu vida en los límites, tu vida cambia… ¿pero cómo nos cambia? En qué momento, esos cambios traumáticos, vitales o de shock estético pueden hacer que dejemos de ser lo que somos y entonces, aquellos que nos conocían parecen acertar al decir que hemos cambiado. Para mejor o para peor, pero hemos cambiado. Podemos incluso llegar a reconocer que ese yo, que se ha mantenido fiel en el tiempo, se empieza a desdibujar y nos enfrentamos a otro yo que por desconocido es inseguro y reacciona mal. De una manera infantil nos gustaría retener aquel otro yo (¿más auténtico suavizado por el tiempo?) que nos llevaría a la sentencia inapelable de no haber madurado. Pero aún más: nos vemos con benevolencia porque aún siendo capaces de cambiar nuestra vida por lo dicho, aún siendo capaces de asumir moralmente la desgracia que nos haya tocado vivir, sin eludirla, aún siendo capaces de tener la sensibilidad plena para la admiración del arte, aún siendo capaces de administrar las experiencias más vitales que nos llenan de orgullo y de ansia inmortal,  todo eso que nos pueden parecer señales de integridad humana, de civilización, de cultura (entendida como bondad socrática) formados, maduros, ¿podemos ser capaces de llegar al mal, al mal infinito, a ése mal que es capaz de poner la vida de otro, la de otros, la de otros muchos, bajo la suela del zapato con todos los matices destructivos imaginables? ¿qué situación sería necesaria para que fuéramos  nosotros mismos la representación del mal? Es complejo, ya lo sé. Pero vale la pena pensarlo. Puede ocurrir en cualquier momento  que la historia nos haga jugar un papel que ahora, teóricamente, detestamos. No conviene socialmente sumar demasiados odios, porque éstos nos cambian y hay demasiadas fuentes de frustración y de injusticia que ayudan a ello.

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