Vengo necesitando un viaje. Uno
de esos que te transforman un poco. Uno de esos en los que hay un antes y un
después de hacerlo. Me ocurrió con el que hicimos a Florencia hace ya demasiado
tiempo. Paseamos las calles, museos, palacios y cogimos la buenísima costumbre
de reparar el esfuerzo haciendo unas siestas geniales. La luz que nos
acompañaba, anaranjada y cálida tras unas espléndidas cortinas, formaba con el
sonido de las campanas de Santa María dei Fiore un conjunto melódico perfecto
para nuestros sentidos. Habíamos visto mil bellezas en nuestro recorrido por
palacios, museos, calles, y sentíamos la
ebriedad que probablemente sentía Stendhal en su síndrome. Aprendimos mucho y
quedó en nuestra memoria una sensación de plenitud inigualable.
Fuimos con el talante y ritmos
propios, sin urgencias impuestas por programas turísticos estresantes. Abiertos
al conocimiento y al disfrute estético no nos pasó como a aquél presuntuoso que
señalaba Montaigne que no había aprendido nada de su viaje: cómo iba a
aprender, decía, si se llevó entero consigo.
Se trata de viajar para salir de
uno mismo; para superar esta sensación de estar en casa no sabe uno bien si por
refugio o por encierro; para dejar atrás un poco de lastre y ejercitarse
libremente en ampliar los horizontes de nuestra experiencia. No reclamo
aventura, no es eso, pido cambio, transformación del sentir, pido ver los
relieves de la diferencia a ver si por esa vía uno acaba sabiendo algo más de
aquello que parecemos ser.
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